La
primera vez que lo vi llorar no supe qué hacer. Desde pequeños se nos inculca
siempre una manera de actuar, roles de género le llaman los psicólogos, esa
manera en la que una se da cuenta de que es niña, de que le toca jugar con
muñecas, vestir de rosa y actuar con decoro —dicen— y los niños juegan a los
carritos, a la pelota, visten azul y sobre todo se rigen por aquella frasecita
que dice “los hombres no lloran” y
aquellos chamaquitos que se atreven a hacerlo son llamados “maricones”… ¡Bonita
chingadera!
Entonces
una crece disfrutando de ese maravilloso goce que es llorar. Sí, porque es todo
un gusto dejar fluir las tensiones de una manera tan pasiva —o tan escandalosa,
depende el caso y la damita— como el llanto. Porque si aquí vamos a hablar de
verdades que vengan completas ¿no? Así es, a las mujeres nos gusta llorar…
Claro que unas se hacen las fuertes —a veces porque no les queda de otra en
esta sociedad que parece jungla— y deciden no llorar en público, pero todas
sueltan una que otra de cocodrilo a solas. Para esto habría que analizar las
clases de llanto, está por ejemplo el llanto de una mujer que no ha logrado lo
que quiere —el más común en mujeres jóvenes— que tiene un modus operandum
bastante obvio aplicando aquél antiguo e inobjetable principio de “dentro de
más llore y con más fuerza, más pronto lo tendré” y aquí viene otra vez la
educación de los hombres, a ellos se les enseña en muchas ocasiones que no
deben ceder ante éste vil chantaje por parte de las señoritas, pero también es
común el “para que no esté chingando” así que tarde o temprano, los caballeros
acaban cediendo. No digo que todos, claro.
Después
viene un llanto de tristeza, amargo y aunque los motivos pueden ser millones,
siempre son generados por un sentimiento muy hondo, que dura mucho en sanar y
en la mayoría de los casos —sin ahondar en peculiaridades— sucede que los
barones sienten una inexplicable ternura por aquella mujer que tiene la dicha
de abrir sus heridas y permitirse expresar sus sentimientos. Existen muchos
tipos más de llantos, pero no estamos hablando de una investigación en un
artículo científico… más bien estamos escribiendo un simple ensayo, mi simple
opinión, mi simple experiencia.
A
los hombres se les enseña siempre que deben proteger a sus mujeres, que no deben
tocarlas ni con el pétalo de una rosa, etc. Pero en estos tiempos, en que las
chicas somos totalmente libres de usar pantalones, hablar como trailero y
competir en un mundo laboral, es obvio que los caballeros también quieran
cambiar un poquito el rol y claro, más que obvio es justo también.
Las
mujeres nos la pasamos diciendo que sufrimos más que ellos, ¿a poco no? Que si
parir a los hijos, que si las hormonas, que si el SPM, que si los cólicos, que
si la chingada… No, señoras, sólo es que ellos “no tienen permitido llorar”.
Pero
claro, si las mujeres podemos mentar madres y tirar patadas, ellos pueden
mostrar sus sentimientos y llorar. En
ningún momento escribo para censurar a ningún caballero, no. Sólo escribo mi
verdad, que aunque parezca reiterativo, es importante dejar en claro que es sólo
mi opinión. Y… con toda esta carga social, emocional y generacional de roles
creo
que fue “normal” que no supiera qué carajos pensar —ya no se diga hacer— la
primera vez que le vi llorar.
No
puedo escribir un manual sobre lo que se debe hacer en ese momento, no, pero sí
puedo relatar lo que en mí provocó eso. Él —debo comenzar por aquí— es el amor
de mi vida, es el hombre que me brindó su vida entera, su protección, su
trabajo, sus sueños, sus esperanzas… hasta aquí todo iba bien ¿no? Pero faltaba
lo más fuerte, me entregó también su pasado, sus heridas, sus errores, sus
culpas, su vida.
Una
noche que parecía como cualquiera se tornó en una de las más memorables de mi
vida, como cuándo lo conocí, como cuando dormimos juntos por primera vez, fue
la noche en que consolidamos nuestro amor. Una noche en que nos desnudamos el
alma, así fue la primera vez que lo vi llorar y me partió el corazón. Dicen que
las mujeres tenemos un don especial para proteger al desvalido, para calmar el
llanto de un afligido y quizá sea cierto, porque no hay nada que no hubiera
dado en ese momento para sanar las heridas de ese hombre que no merece nada más
que ser feliz. En ese momento me llené de rabia, deseando desgarrar las vidas
de aquellas personas que le causaron tanto daño… me llené de tristeza al
conocer las culpas, los miedos y la soledad que guardaba ese corazón… me llené
de compasión al conocer su desventuras, sus carencias, sus sueños rotos… en ese
momento creo que deje de ser mujer… en ese momento valieron madre los roles de
género, las diferencias entre hombres y mujeres… en ese momento —tan
significativo en mi vida— fue cuando trascendí un poco el absurdo papel de las
personas en la sociedad y descubrí lo maravilloso que es sentirse vivo,
sentirse humano.
La
primera vez que lo vi llorar no supe que hacer… lloré yo también, sentí su
dolor, su coraje, sus culpas, sus miedos y me juré a mí misma dedicar mi vida a
cuidar y sanar esas heridas, con paciencia y amor.
La
primera vez que lo vi llorar, decidí llorar con él y tomar su mano para juntos
poder trascender.